miércoles, 23 de septiembre de 2015

CARA A CARA CON EL BLANCO

“No soy un asesino, ni un devorahombres, ni mato por diversión.
Solo soy un pez prehistórico, aunque tu me llamas monstruo”
Del documental Monstruo (dir.Mónica Sagrera)


Si hay un animal en el mundo que me produce fascinación, ese es el tiburón blanco. No es su origen prehistórico o sus desarrollados sentidos, sino su fama de animal sanguinario y el miedo atávico que produce incluso en los más aguerridos buzos. Cuando Spielberg estrenó su conocidísima película, se terminó de fraguar su inmerecida leyenda. ¿Se imaginan que se hubiera desatado la histeria colectiva y que tras ver Psicosis hubiéramos atacado a todos los dueños de moteles? Pues esto es ni más ni menos lo que pasó tras el estreno de Tiburón, allá en el 75 cuando yo contaba 2 años de edad. Mientras que la peor pesadilla de la mayor parte de la población de los 80 era morir devorado por este monstruo (cosa muy poco probable ya que tan solo se registran 5 muertes al año por ataques de este tipo) mi sueño de niña y ya de adulta ha sido encontrarme con uno cara a cara, observar de cerca su sonrisa, sentir su poderoso cuerpo moviendo el agua, verle proteger sus delicados ojos y atacar con furia a su presa.
Siento un cariño especial por los malos de película, siempre he pensado que tendrán sus motivos o que quizás…no son tan malos.
El ser humano tiene verdadera obsesión por interpretar el mundo desde un punto de vista antropomórfico y de trasladar la bajeza de su comportamiento al reino animal. El único ser que mata por placer y que representa un serio problema para el resto de las especies e incluso para si mismo, anda sobre dos patas. Sin embargo llevamos toda la vida inventando monstruos aterradores que nos masacran con una premeditación y crueldad de la que solo el hombre es capaz, para justificar nuestros actos y acallar nuestras conciencias.
El Carcharodon carcharias, nombre científico del tiburón blanco ha sido aniquilado de tal forma en las tres últimas décadas, que hoy en dia es una de las únicas tres especies de tiburón protegida mundialmente. La sobrepesca, las capturas accidentales y sobre todo el mero hecho de matar por matar sin ningún motivo de supervivencia o económico, han puesto a estos majestuosos animales que llevan en este mundo más de 400 millones de años, al borde de la extinción.
En Septiembre de 2012, por fin, mi sueño se iba a convertir en realidad: viajaba a Guadalupe (México) uno de los pocos reductos donde este bello animal puede vivir sin preocupación, a nadar con el blanco.  Bueno, lo de nadar es un decir ya que por ley no puedes salir de la jaula ni bucear con equipo autónomo. Eso además de garantizar la seguridad del buceador, también es beneficioso para los escualos cuyo futuro en la zona sería incierto de prohibirse esta actividad, cosa que sin duda ocurriría si algún intrépido fuera devorado. Hay otros destinos donde se practica este tipo de buceo como Sudáfrica, pero el agua está algo más fría y es mucho más turbia.
La travesía dura unas 20 horas. Guadalupe es un islote pelado en mitad de ningún sitio. No hay nadie porque no hay nada salvo leones y elefantes marinos, estos últimos, más torpes y gordos, constituyen el plato preferido del blanco. Vistos desde abajo no difieren mucho de un bañista humano entrado en carnes, por lo que es entendible que a veces, haya mordiscos accidentales y fatales ya que aunque solo te lleves el primero, es muy difícil sobrevivir al ataque. Y si lo haces estás en el culo del mundo, asi que tus posibilidades de llegar a un sitio civilizado a tiempo son inexistentes. Antes de embarcarte firmas unas 6 hojas descargando responsabilidades, hasta al buceador más optimista le tiembla el pulso al dar detalles de donde tienen que repatriar tu cadáver en caso de que un tiburón decida que te pareces demasiado a una foca.
En el barco hay 14 personas, incomprensiblemente 4 no son buzos. De hecho para meterte en las jaulas superiores que están a ras de superficie no es necesario ni el open wáter, lo que si que hay que tenerlos es bien puestos para meterse por primera vez al agua con un bicho asi.
La primera mañana hay nerviosismo y expectación. La noche antes el capitán nos ha dado un extenso briefing detallando lo que se puede y debe hacer. Especialmente inquietantes son las indicaciones de no moverte si el tiburón te toca con el morro, cosa que puede ocurrir ya que en las jaulas superiores hay una abertura para sacar cuerpo y cámara y en el sumergible se puede salir aunque permaneces atado al cabo de seguridad y al narguil.
Hemos desayunado lo justo, queremos ir al agua ya. En cubierta hay carreras mientras se ultiman los preparativos, se cierran las últimas carcasas y se acoplan los focos ya cargados. Los marineros empiezan a preparar el cebo y se establecen los turnos para entrar en las dos jaulas de popa; cuatro buzos por jaula durante 60 minutos. He tenido suerte, voy en el primer turno ya que se establece un orden casi militar según experiencia y titulación. El agua está a unos 21 grados (normalmente suele estar a 18º), el uso de guantes y capucha es obligatorio, pero…somos españoles; yo no me apaño para manejar la cámara con guantes, teniendo en cuenta que el simple roce de un diente de unos 12 cm acabaría ipso facto con mi carrera de modelo de manos y que 3 mm de neopreno no iban a hacer mucho para remediarlo, decido ir sin guantes. El buceo autónomo no está permitido, nuestras aletas y reguladores han sido requisados y se encuentran bajo llave en otra parte del barco. Mientras nos equipan y colocan lastre tanto en el pecho como en los tobillos ya que nuestra posición será vertical en todo momento, los no buceadores toman nota de nuestras maniobras.
Accedemos a la portezuela superior de las jaulas arrastrando literalmente el culo por la superficie. Cuando el último de nosotros ha entrado se cierran y se lanzan los cebos.
Llevo 20 minutos en el agua, de pie, inmóvil. Mis 3 compañeros y yo miramos a nuestro alrededor, pero solo hay azul y silencio. Es la primera vez que utilizo un narguil y llevo plomo como para hundirme de por vida, aun asi me encaramo para asomarme por la abertura de unos 60 cm de la jaula, diseñada para poder sacar la cámara y enfoco sobre lo único que no es océano: un trozo de atún que pende atado de un cabo a unos dos metros de mi cabeza y que es picoteado por una gaviota. Recuerdo el briefing del capitán y sus indicaciones ya que tengo medio cuerpo fuera, pero no hay ni rastro del blanco.
Hay otra jaula a la que llaman “el sumergible”, para esa si hay que tener titulación y que baja como un ascensor a 10/12 metros. Se realizan turnos de 20 minutos y bajan dos buzos con un instructor que lleva un equipo de comunicación por si hubiera algún problema o por si alguno no pudiera compensar correctamente y fuera necesario detenerse o subir unos metros. Tiene una puerta por la que se puede salir completamente aunque siempre permaneces atado al habitáculo.
La gaviota levanta el vuelo inesperadamente y de repente toda la calma se transforma en excitación. Oigo voces en cubierta, mi compañero me da un codazo y la jaula chirriante se tambalea. A pocos centímetros de nuestros pies aparece de la nada la silueta inconfundible de un tiburón blanco de unos 4 metros y medio. La sangre se nos agolpa en las sienes y los flashes se disparan. Lejos de ser una experiencia aterradora o estresante, la presencia del escualo ejerce sobre nosotros una fascinación casi hipnótica mientras asciende en círculos sin agitar el agua.
El sueño de cuando era niña está delante de mis ojos. El gigante es tremendamente precavido y danza lenta y elegantemente rodeando la jaula, hasta que por fin atraído por los golpecitos que damos en los barrotes y seguramente por los objetos electrónicos que emiten unas pequeñas vibraciones que ellos detectan con las ampollas de Lorenzini, asciende hasta ponerse a nuestra altura de una forma tan vertiginosa que parece volar. Su enormidad a poco más de unos centímetros de mis dedos que se aferran a la cámara y tan solo ella entre mi cuerpo y su boca abierta. No la llevo sujeta con ninguna brida pese a que pesa 5 kilos ya que si el tiburón la mordiera, me arrastraría con ella. Una cicatriz enorme le surca el lado derecho de la cara fruto de viejas reyertas submarinas que le debieron dejar con vida de milagro, pero ahí está, mirándome fijamente y avanzando hacia mi de frente. En sus ojos descubro curiosidad, inteligencia y respeto. Veo sus dientes por el visor cada vez más cerca, levanto la cabeza pero está encima asi que cierro los ojos y mientras me parapeto detrás de la cámara noto un pequeño empujón en la cúpula. Gritos en cubierta, no me muevo pese a que el blanco me ha tocado. La adrenalina me chorrea mientras observo como su tercer párpado se cierra al adoptar una posición de ataque, en ese momento cambia su trayectoria para lanzarse ferozmente contra el cebo, desencajando la mandíbula en una mueca atroz. Sigo grabando.

Subo a cubierta convencida de que el depredador más despiadado del océano no tiene ninguna intención de comer humanos si los detecta como tales y una sonrisa se dibuja en mi cara al pensar que en un rato, si los nervios no traicionan podré salir de la jaula.

Mónica Sagrera